¿Cualquier tiempo pasado fue mejor?

Se suele decir que cualquier tiempo pasado fue mejor. Que cuando éramos niños realmente éramos felices. No tanto porque lo fuéramos en todos los sentidos, sino porque tendemos a idealizar los recuerdos buenos del pasado y a dejar atrás lo malo vivido. Eso es bueno, porque anclarnos en el dolor o el sufrimiento vividos no nos aporta nada positivo a nuestras vidas.

Pero, lo bien cierto es que, cuando me pongo a recordar ciertas cosas de mi pasado, me siento agradecido por muchas cosas buenas que he vivido. Y no puedo por más que pensar si la juventud de ahora cuando se haga mayor tendrá en su bagaje de experiencias la riqueza que muchas personas de mi edad han ido acumulando.

Estoy seguro de que así será. De que también podrán recordar muchas cosas buenas. Pero puestos a pensar cómo de buenas han sido las mías o las de la juventud que ahora vive las suyas, me quedo con mis recuerdos.

Todo esto me ha venido a la mente porque sin saber por qué, me vi hace poco contándoles a unas personas cómo era mi infancia en mi ciudad natal, Moncada, hace unos 50 años.

Y me puse a recordar que por aquella época llegaron a Moncada los Misioneros Combonianos a instalarse, creando su seminario en el que formarían durante muchos años a misioneros para llevar a cabo su labor en Sudán, principalmente. Por aquél entonces tenían una revista que se llama “Aguiluchos”, con la que contaban muchas historias de lo que se hacía en las misiones de África.

Recordé que quise hacerme misionero y vivir tantas experiencias maravillosas viajando por el mundo y ayudando a los necesitados. Pero en lugar de estudiar para misionero, entré en el seminario de Moncada para estudiar para sacerdote.

Recuerdo que antes de entrar en el seminario, íbamos a estudiar al Patronato de Educación y Cultura de Moncada y teníamos clase los sábados por la mañana también. Y nos decían que debíamos asistir a la misa de las 11 el domingo, porque nuestros maestros iban a entregar a los que asistiéramos un vale para luego ir por la tarde al cine del Centro Artístico Musical donde proyectarían películas de el Gordo y el Flaco, o dibujos animados de Tom y Jerry o de Bugs Bunny o, más tarde, de Buster Keaton. Eran películas en blanco y negro, mudas y, por aquél entonces, la televisión no había hecho su aparición.

Eran años en los que las distracciones de los niños se concentraban en darle a un pelota en las calles de tierra, o en inventar juegos con las cosas que encontrábamos a nuestro alcance, como viejas monedas, billetes de tren de cartón, o los tacones de goma de los zapatos. La creatividad no tenía límites. Y el dinero no era el que marcaba la diferencia, sino la creatividad y la habilidad en el juego.

Por aquél entonces las horas no estaban marcadas por el reloj, sino por la salida y la puesta del sol, porque había poca luz en las calles y en las casas. La radio era lo que más acompañaba en las casas los momentos de silencio, con sus anuncios publicitarios, sus canciones, sus retransmisiones deportivas y sus novelas. Oir una novela era como leer un libro, donde la imaginación te permitía componer tus propios escenarios y darle cara a los personajes.

Y si hablamos del consumo que hacíamos de chucherías, apenas se limitaba a comprar cacahuetes y altramuces en la tiendecita de la esquina, sustituyendo a las palomitas y demás refrescos de hoy.

Eran otros tiempos, ni mejores ni peores, diría yo. Pero donde había espacio para la comunicación, para el encuentro, para la creatividad, para contarse cuentos junto a la lumbre, para imaginar un mundo llenos de fantasías a la medida de cada uno.

No puedo por más que comparar con lo que la vida de hoy suele ofrecernos. Entonces la calle estaba tomada por los niños y apenas algún carro tirado por animales interrumpía los juegos. Había espacio y tiempo para casi todo. No hace falta que describa la realidad de hoy, porque todos la conocemos sobradamente. Recuerdo que la palabra “me aburro” no formaba parte de nuestro vocabulario. No recuerdo haber oído por aquella época a nadie que dijera eso, de verdad. Y hoy, con tantas opciones como existen, he oído demasiadas veces esa expresión.

¡Qué sociedad hemos creado! ¡En qué nos hemos convertido! ¡Qué legado estamos dejando a nuestros hijos! Con la excusa del progreso, del bienestar, de ofrecer felicidad a nuestros hijos nos hemos ido apartando de lo realmente valioso: disfrutar de las pequeñas cosas, de buenas compañías, de compartir experiencias, de inventar juegos, de narrar historias, de imaginar aventuras y de vivirlas como reales, de ser solidarios con los vecinos, de poder tener la llave de la casa en la cerradura con la total confianza de que nada malo va a pasar, de sentirnos parte de un lugar y de que estamos juntos contribuyendo a hacerlo mejor.

Soy de los que pienso que el futuro será mucho mejor que el pasado, porque trabajo cada día para que así sea. Pero cuando hecho la vista atrás veo que hay cosas del pasado que eran buenas, muy buenas, y que deberíamos ser capaces de rescatarlas sin renunciar a lo que el progreso nos pueda aportar. Porque conciliar lo bueno del pasado con lo mejor del presente nos hará crear un futuro maravilloso.

A cada cual le toca rescatar de su pasado lo mejor y ver cómo traerlo a su presente para enriquecerlo, haciendo que la construcción de su futuro sea una tarea motivadora y noble. Quienes no renunciamos a nuestro pasado, a nuestra historia y entresacamos lo mejor de ella, podemos tener la fortuna de poder revivir su mejor parte y llevarla mejorada hacia el futuro.

Creemos con nuestros más bellos recuerdos las plataformas en las que construir los más hermosos sueños del futuro.

Con gratitud