Queridos amig@s:
A veces andamos metidos en tantas cosas que no nos paramos a pensar si realmente estamos haciendo lo que verdaderamente nos gusta. Y si, por alguna razón nos lo preguntamos un momento, para no perder mucho el tiempo en esa cuestión entrando en profundidades, nos damos prisa en respondernos que por supuesto que sí.
Pero la realidad es que si no nos sentimos plenamente, y digo plenamente, satisfechos con lo que hacemos y sus resultados, es que algo no anda bien. Pero es tanto el miedo que tenemos a descubrir que el paso siguiente a ese planteamiento va a ser que nos sentiremos abocados a tener que cambiar cosas, que decidimos aceptar “barco como animal acuático”.
Esto que digo es aplicable a muchos aspectos de nuestra vida: el trabajo, las relaciones de pareja, las relaciones con nuestros hijos, algo de nuestro físico que no aceptamos, algunas costumbres que sabemos deberíamos evitar, amistades que no nos convienen, hábitos que deberíamos cambiar, aptitudes que nos gustaría poseer, etc.
Al final nos damos cuenta que hay cosas en nuestra vida que deberíamos cambiar y de las que somos conscientes, pero que acabamos postergando para otra ocasión en la que pensamos nos surgirá una mayor motivación para llevar a cabo ese cambio. O simplemente nos decimos, como en la fábula de la zorra y las uvas, que no es tan atractivo y poderoso ese “sueño” u objeto deseado y lo abandonamos hasta con desprecio justificando que no vale la pena nuestro esfuerzo por alcanzarlo.
Incluso lo hacemos a pesar de que la realidad que se nos presenta día a día como alternativa a luchar por ese sueño no nos sea nada satisfactoria. Pero preferimos “autoengañarnos” a hacer frente al hecho de que lo que vivimos bien merece la pena dejarlo atrás.
Y nos decimos que no es tan malo lo que tenemos, que hay otros que están peor, que más vale malo conocido que bueno por conocer, que tenemos que quitarnos esa idea de que todos estamos llamados a ser felices porque algunos vienen a este mundo a padecer, que esto es un valle de lágrimas, que así nos ganamos el cielo, que algún@s estamos destinados a sufrir por los demás, etc.
Entiendo bien cuando alguien me hace estas justificaciones. Me veo reflejado en ellos y recuerdo cómo yo también las utilizaba. Ha sido tan arraigada la creencia cristiana en mí del sufrimiento y muerte en la cruz de Jesucristo que pensaba que ese era el verdadero camino de todo aquél que quisiera ser como Él.
Pero lo que he descubierto con el tiempo (y la introspección, con el análisis que ello comporta) que esa imagen de Jesús que había aceptado no era la que mejor me iba a ayudar al cambio ni la que me aportaría la fuerza necesaria para mejorar. Porque esa actitud de “conformismo” me impedía salir del estado en el que me encontraba y superarme.
Si todos estamos llamados a la dignidad de “hijos de Dios”, a ser como Jesús, a denunciar la injusticia, a romper con la hipocresía, la mentira y la insolidaridad, a ser honestos, transparentes, luchadores por ayudar a quienes más lo necesitan: niños, enfermos, ancianos, desfavorecidos, desprotegidos por la ley, abandonados por la sociedad, los pobres los menesterosos, los proscritos… ¿qué hacemos en esa dirección? ¿qué actitud es la que debemos adoptar? ¿La de víctimas, conformistas y autojustificadores de nuestro inmovilismo? ¿O la de luchadores como Jesús que hasta llegó a coger el látigo para expulsar a los mercaderes del templo?
Me ha venido a la mente la figura de Jesús porque es quien más ha ocupado mi mente y mi corazón a lo largo de mi vida. Pero ya no veo a Jesús en la cruz como ser derrotado por la injusticia, sino como ejemplo de coherencia y aceptación de su destino hasta las últimas consecuencias. Como cuando Sócrates tuvo que tomar la cicuta y aceptar su muerte en vez de liberarse de su condena, mostrando así en un último gesto a sus discípulos la coherencia de sus principios aunque le llevasen hasta la muerte. Y como ellos muchos más ejemplos que podría mencionar.
¿Por qué no nos “venden” desde niños la idea de la grandeza de las personas que no se resignan a aceptar las cosas como son y luchan por cambiar en ellos y en el entorno en el que viven las cosas para hacerlas mejor? ¿Por qué cuando nuestros hijos nos muestran su actitud rebelde ante lo que no les gusta no lo valoramos como algo positivo animándoles a que sigan con honestidad ese impulso y lo canalicen para superarse y mejorar?
Quienes han vivido en sus carnes la influencia negativa de creencias limitantes, de mensajes negativos y autodestructivos, quienes reconocen su falta de “motivación” para cambiar lo que no les gusta de la educación recibida y de la vida que están llevando, deben admitir que no es tarde para dejar atrás lo que ya no sirve. Lo que ya no nos hace felices.
Porque la vida la podemos construir cada día con nuestros pensamientos, emociones y acciones. Porque nunca es tarde para eliminar de nuestro SER “esa parte de mí que no me gusta” . Y descubrir la verdadera libertad. Y actuar en consecuencia y coherencia.
Con gratitud