

Seguramente al leer el título nos hemos visto reflejados por las veces que nos lo hemos dicho a nosotros mismos o a los demás en infinidad de ocasiones. Nos lo decimos cuando reaccionamos agresivamente ante comentarios de los demás que nos hacen daño. Cuando no podemos controlarnos ante determinados placeres culinarios a los que no podemos resistirnos a pesar de saber que nos perjudican. Cuando nos ponemos nerviosos ante la presencia de una persona que nos resulta especialmente atractiva o, por el contrario, repulsiva. Cuando tenemos que decir que no a quien sabemos que se aprovecha de nosotros pero no somos capaces de decirle sencillamente “no, lo siento, pero NO”. Cuando tememos enfrentarnos a lo que nos da miedo y acabamos huyendo por no encontrar la manera de hacerlo. Cuando respondemos con prejuicios y rechazamos a personas porque no son de nuestro agrado o sus ideas no coinciden con las nuestras. Cuando no tenemos la fuerza necesaria para hacer lo que sabemos debemos hacer y nos quedamos paralizados o simplemente no movemos ni un dedo en la dirección adecuada. Cuando…
La lista podría hacerse mucho más larga. Pero cada uno de nosotros sabemos en qué ocasiones se nos escapa este comentario y por qué. Puede que conscientemente no sepamos cuál es la causa de que así sea. Pero a poco que analicemos nuestros pensamientos y las razones de por qué surge esa frase, descubriremos lo que hay detrás de ella, descubriremos sus causas. Porque si decimos “lo sé”, es que realmente lo sabemos a un nivel consciente, es decir, somos capaces de analizar qué hay en cada situación que nos empuja a actuar en una determinada dirección o a huir de ella para no enfrentarnos a lo que nos puede hacer más daño.
Siempre, en el fondo, lo que buscamos es aquello que nos da placer o nos evita el dolor de una manera inmediata, a corto plazo. Tenemos un mecanismo inconsciente que nos empuja siempre en esa dirección. Lo difícil es tomar conciencia de si lo que pensamos acerca de lo que nos da placer o dolor hasta qué punto es real o nos lo hemos construido nosotros a través de nuestras experiencias, llegando a “creer” que eso es lo real y verdadero y, por tanto, sintiéndonos en la obligación de actuar en una determinada dirección.
No hablo del dolor físico, hablo más bien del sufrimiento que sentimos ante determinadas circunstancias, y eso es psicológico, aunque tenga sus consecuencias en el plano físico. Al igual que determinados placeres, que si bien los sentimos en el plano físico y nos provoca asociaciones mentales placenteras, luego se traducen en sufrimiento por las consecuencias de no haber tenido la fuerza de voluntad de haberlos rechazado sabiendo que los efectos posteriores van a ser perjudiciales para nuestra salud física, mental o espiritual.
Detrás de todo esto siempre aparecen los pensamientos que hemos construido en cada una de las experiencias vividas y, en consecuencia, las creencias que hemos ido forjando a lo largo de nuestra vida que nos empujan a actuar en un sentido u otro. Por eso nos decimos “sí, lo sé, sé que son mis creencias, pero esas creencias son mías. ¿Qué sería yo sin mis creencias? Ellas me conforman y me dan mi personalidad, y no voy a renunciar a ellas”.
Nadie pretende que las creencias que tengamos las cambiemos. Salvo cuando descubrimos, eso sí, que las que tenemos no nos ayudan a ser felices. Cuando por pensar que no somos suficientemente valiosos no somos capaces de decir que no a alguien o a algo. Cuando pensar qué podemos comer o tomar de todo y a todas horas es signo de que ejercemos nuestra libertad, porque nadie tiene derecho a limitarnos, sin embargo actuando así vamos destruyendo nuestro templo sagrado que es nuestro cuerpo. Cuando pensar que alguien por el mero hecho de ser de otra raza o religión no merece nuestra misma consideración y nos enfrentamos a ellos en una lucha fratricida. Cuando atribuimos a algunas personas un poder sobre nosotros que realmente no tienen, porque no son ni más importantes ni más valiosos que nosotros y dejamos que nos avasallen y humillen. Cuando reaccionamos con soberbia y autoritarismo ante los más débiles porque pensamos que somos superiores, aún sabiendo que en el fondo no somos ni mejores ni peores que los demás, si bien nosotros lo “creemos” así sin más.
Siempre son nuestros pensamientos, los derivados de nuestras creencias que hemos construido, los que nos hacen actuar de la forma en que lo hacemos. Por eso no podemos evitarlo, porque nuestras creencias están tan arraigadas en nosotros que “pensamos” que forman ya parte inseparable de nuestro SER. Pero la gran verdad es que no es así. Si fuéramos capaces (que lo somos), de construir nuevas creencias más poderosas, más positivas, más adaptativas para el ser humano, más entroncadas en nuestra verdadera esencia de hijos del Universo, del Dios creador que nos ha dado la posibilidad con nuestro Libre Albedrío de decidir qué “CREER” y qué “CREAR” con nuestros pensamientos, seguro que podríamos decir con firmeza y con todo nuestro poder interior: “SÍ, LO SÉ, Y PUEDO EVITARLO”.