Últimamente se suele oír mucho la frase de “algo se está moviendo en nuestro planeta” para referirse a cosas muy diversas, pero las más oídas están siendo aquellas que hablan de un cambio de paradigma con el que hacer frente a los nuevos retos del siglo XXI. La expresión “cambio de paradigma” fue introducida por Thomas Kuhn en su libro “La estructura de las revoluciones científicas”, donde demuestra que casi todos los descubrimientos significativos en el campo del esfuerzo científico aparecen primero como rupturas con la tradición, con los viejos modos de pensar, con los antiguos paradigmas.
Copérnico creó un cambio de paradigma al situar al Sol en el centro y no a la Tierra. El modelo newtoniano de la física supuso otro cambio de paradigma, al igual que el paradigma einsteiniano de la relatividad, también fueron cambios revolucionarios el descubrimiento de los gérmenes, el de la incorporación de la democracia como forma de gobierno, el de la física cuántica y tantos otros cambios que nos van sorprendiendo día a día por lo acelerado de los descubrimientos que se van produciendo en nuestro ya estrenado siglo XXI.
Esto no ha hecho más que empezar. Pero los cambios que más deberían notarse, los más necesarios para enfrentarse a los nuevos retos son los que tienen que ver con las personas y sus cambios de paradigmas mentales. La palabra paradigma, que proviene del griego y originalmente era un término científico, en la actualidad se emplea para referirse al modo en que vemos el mundo, al marco de referencia desde el que interpretamos lo que vemos y cuanto nos ocurre, es decir, no tanto en cuanto lo que nuestros sentidos ven, oyen, sienten, etc., sino en cuanto lo que percibe nuestro cerebro y cómo lo comprende e interpreta. Ahí es donde radican, a veces, nuestras enormes diferencias.
Ya Stephen Covey nos relata en su prólogo de Julio del 2004 a su libro escrito en 1989 sobre “Los 7 hábitos de la gente altamente efectiva” que si queremos lograr nuestras más altas aspiraciones y superar los mayores retos debemos “identificar y aplicar el principio o la ley natural que gobierna los resultados que buscamos. La forma concreta de aplicar un principio varía, dependiendo de nuestra propia fuerza, de nuestro talento y de nuestra creatividad, pero, en última instancia, el éxito de cualquier esfuerzo depende siempre de hacer las cosas en armonía con los principios asociados al éxito”.
Y es curioso que esos principios siempre han estado ahí, a nuestro alcance, pero no los hemos querido ver o, la cultura en la que nos hemos visto inmersos, no nos los ha querido mostrar, ocultándolos para tenernos mejor controlados y manipulados. Es curioso cómo hoy en día, por poner un ejemplo, se puede asociar una determinada aspiración del ser humano de siempre, la de la felicidad, a una bebida refrescante cuyos efectos están más que demostrados que perjudican al ser humano, promoviendo un “Instituto de la felicidad” y buscando a grandes y conocidos expertos a que intervengan hablando sobre la felicidad sin plantearse si están contribuyendo con ello a lanzar una asociación mental entre la bebida X y la felicidad. Y no me valen excusas de que el fin es bueno si con ello seguimos promocionando lo que no lo es. Disculpadme este “alegato”, pues no quiero hacer de este artículo un monográfico de este tema. Pero aprovecho para mencionarlo (porque si no reviento…) y, “a buen entendedor, pocas palabras bastan”.
Me interesa más bien que volvamos sobre la cuestión de los paradigmas y los cambios que en las personas deberían producirse para comprender e interpretar el siglo XXI de forma que podamos avanzar hacia un destino de la humanidad más justo y esperanzador.
Siguiendo a Stephen Covey y su diferenciación entre la “ética del carácter y la ética de la personalidad”, asistimos todavía a una clara predominancia de la segunda frente a la primera. Porque seguimos más preocupados por todo lo que supone adornar nuestra personalidad con aquello que sabemos nos reportará éxito y admiración ante los demás, que por mejorar nuestro carácter y construir los cimientos del mismo para poder hacer frente a todo cuanto la vida nos presente.
Trabajar la “ética del carácter” supone forjar un carácter auténtico, valioso, positivo, fuerte ante las adversidades, firme ante las numerosas tentaciones de la vanidad y el ego, humilde ante los falsos halagos de la sociedad consumista, generoso ante el falso egoísmo y la soberbia desmedida, bondadoso con los sencillos de mente y corazón, caritativo con los más necesitados, inflexible ante las injusticias y discriminaciones, comprensivo ante la flaqueza humana pero no ante el inmovilismo para salir de la misma, disciplinado para seguir por el camino de la rectitud, perseverante para no abandonarlo pese a las muchos errores en los que se pueda caer, fiel a los principios y valores en los que se apoya su carácter, paciente para esperar sin desesperarse los resultados de su esfuerzo, modesto para restar importancia a sus logros y admitir sus defectos como base para seguir trabajando por mejorar, comedido y prudente para entender que todo lo logrado debe mantenerse con esfuerzo y dedicación si no se quiere perder.
Si he dibujado un perfil del hombre del siglo XXI es por pura “causalidad”, es decir, por el resultado de tantas reflexiones de hombres inspirados a lo largo de la humanidad que no hacen otra cosa que reiterarnos que no hay otro camino para llegar a nuestro destino que el de escuchar a las leyes naturales y seguirlas. Esas leyes naturales que nos recuerdan de dónde somos, y a qué venimos a este mundo.
Terminaré con las palabras del propio Stephen Covey cuando afirma que “la ética del carácter enseñaba que existen principios básicos para vivir con efectividad, y que las personas sólo pueden experimentar un verdadero éxito y una felicidad duradera cuando aprenden esos principios y los integran en su carácter básico”.
¿Será este nuevo paradigma con el que empecemos el próximo año 2013? Ese es mi deseo y para hacerlo realidad me sigo preparando.